Hace unas semanas tuve que pasar varias noches en un hospital junto a un familiar cercano. Durante las horas vacías pensé mucho. Vi series, escuché la radio nocturna, de madrugada, pero también pensé mucho. Entre paseos a la máquina de los refrescos y a los exteriores, junto a una vecina de habitación (concepto todavía por analizar), me vino a la cabeza una idea sobre lo que, en un principio, iba a ser un cortometraje. Digo iba, sí, en pasado, porque la tarde del jueves, mientras escuchaba un nuevo podcast, me vino un flash que convertiría esa idea audiovisual en una novela.
¿Por qué no? Llamé a mi hermana. No estaba. Entonces decidí esperar hasta que volviera de sus asuntos para transmitirle, primero, esa idea que iba a ser un corto para, segundo, decirle que esta descripción gráfica iba a convertirse en una novela. O al menos iba a intentarlo.
Su reacción fue muy positiva. Por un lado, me confesó que la idea le gustaba, que cuando le iba contando las historias que transcurrirían, se le ponía el bello de punta. Por otro lado, se enganchó a la conversación, le generó interés, mantuvo la atención, e incluso se animó (por no decir que se vino arriba) a aportar sus ideas y puntos de vista.
Una decisión la de confesarle la idea que se ha traducido en algo bueno y positivo, ya que la primera toma de contacto, el primero de los decenas de filtros que pasará hasta el momento de ser publicado el libro, ha sido más que positivo. Piel de gallina e interés. Aprobado con muy buena nota.
Ahora, entonces, darle forma, moldearlo. La idea está localizada. Yo la veo en mi cabeza, visualmente ya está localizada, y ahora tocará ir paso a paso, con calma, hasta obtener como resultado algo más que óptimo respecto a mis expectativas. Valió la pena. Primer filtro superado.
Una idea que pone el bello de punta.