Desconectar, dejarse llevar. Evadirse, no pensar. El Real Madrid está firmando un final de temporada que refleja una transición más que evidente. Desde que el equipo cayó en Champions League frente al Ajax, sin opciones en Copa del Rey y con la liga prácticamente sentenciada para el Barcelona, el conjunto (ahora) de Zidane vive unas últimas semanas de temporada en la que no se saborea nada, en la que no hay objetivos, donde no existen las motivaciones. O al menos eso es lo que refleja su dinámica de partidos, más allá de los resultados. Y por si el horizonte era ya demasiado calmado, su participación en Champions League tampoco parece estar demasiado en peligro. Como resultado de todo: un pastel poco dulce y apetecible.
Partidos sin la exigencia vital que se le presupone a una potencia histórica como el Real Madrid, semanas en las que su actualidad viene marcada por los que vendrán, los que se irán, y muy poco acento sobre lo realmente relevante que puede estar en juego. Y ese es el tren en el que viaja la expedición madridista condicionando la temporada del resto, quienes encuentran de repente opciones reales de puntuar ante el equipo madridista y conseguir sus respectivos objetivos. Evidentemente, en condiciones normales, enfrentarse a un equipo como el madridista suelen ser citas complicadas, pero ahora, en este viaje sin rumbo de los de Zidane, los enfrentamientos adquieren otro aura. Dejarse llevar, dicen, es algo positivo. Dejas de pensar en el qué dirán, haces realmente lo que te llena, lo que te hace sentir pleno, y progresas en aspectos personales que deberían ser la prioridad. Pero en este caso, siendo una de las empresas más potentes del planeta, siendo una potencia deportiva y económica, firmar el camino sin destino que está viviendo el equipo de Concha Espina no parece indicar síntomas precisamente de evolucionar. Tampoco de dar pasos hacia atrás. Pero sí de cierto estancamiento. Los errores no supondrán grandes pérdidas. Los aciertos tampoco aportarán demasiado. El resultado, entonces, indiferencia. Una indiferencia que seguirá arrastrando gente al estadio por el enorme potencial de atracción mundial que tiene el Real Madrid, pero no precisamente por lo que habrá en juego. Pese a todo, un nombre, un jugador: Karim Benzema. El delantero francés es de las pocas notas positivas de la temporada en las filas blancas. Se marchó Cristiano Ronaldo y varios fueron los jugadores que, de forma automática, recibieron la etiqueta de “sustitutos”, recibieron casi por decreto el papel protagonista y la misión de firmar grandes cifras goleadoras para hacer olvidar a un jugador cuya sombra sigue latiendo en el Santiago Bernabéu. Y pese a todo, Benzema está rindiendo de forma mayúscula. Sus goles no servirán tanto como deberían, pero en mitad de la tormenta aparece, da la cara, marca goles, e intenta ser protagonista para que la esterilidad de los suyos sea menor.
Un camino que a estas alturas de la temporada suele ser vibrante, candente y de pura exigencia, y que está siendo todo lo contrario. Calmado, sin nada en juego, alejado de la presión mayor. Un estado emocional viable para evadirse, para dejarse llevar, pero que en términos de una megapotencia como el Real Madrid rompe los esquemas establecidos. Cuando la excelencia es una exigencia, simplemente dejarse llevar, firmar partidos como trámites, parece algo inadmisible.